miércoles, 21 de septiembre de 2011

cuando te atrevas

"El hombre es mortal por sus temores e inmortal por sus deseos"
–Pitágoras

Hubo una vez, en un lugar no muy lejano, una niña muy feliz, viviendo en un hogar maravilloso, con su perfecta familia. Se deleitaban con los manjares que cocinaba la madre, agradecían el trabajo del padre y los hermanos jugaban mientras la hora del baño llegaba, después de hacer los deberes. Y así como amanece, el ocaso también está presente.

Pronto resultó que su familia no era tan perfecta, y en un abrir y cerrar de ojos, todos parecían de otro mundo. La armonía conocida se quebró con la llegada de circunstancias nunca antes conocidas. Pobre niña confundida, esquinada esperando que la tormenta pasara, sin entender lo que ocurría. Y mientras hacía preguntas al viento, lloraba por no obtener respuestas. Cuando las lágrimas dejaron de fluir, cortó de tajo su larga cabellera y, al verse sola, tomó la mano del único amigo que encontró al alcance, un pequeño de su mismo tamaño, tímido y acongojado, se acerco desde la otra esquina para darle un "Hola" receloso. "Miedo" era su nombre. Desde que Miedo apareció, siempre estuvo ahí para que no le hicieran daño; Miedo nunca la dejó sola y la protegió a toda costa de todo aquél que osara pasar los límites que ella establecía. La pequeña niña se sentía segura con su fiel amigo, jugaban en lo cerrado de su círculo y mientras el mundo seguía girando, el té se servía caliente, siempre con dos terrones de azúcar y acompañado por deliciosas pastas caseras.

Con el paso de los años, la niña creció, al igual que Miedo; éste último además, dejó de ser tan tímido y comenzó a sobrepasar la estatura de la niña. Ella seguía sintiéndose feliz con su buen amigo, él seguía cuidándola como siempre. Solo que ahora, la niña no sabía ya manejarse por sí misma. Miedo ponía los límites, Miedo decidía qué hacer y cuándo hacerlo, y cuando volvía a ser receloso, mejor manipulaba las circunstancias para zafarlos a los dos de lo que ocurría, aún cuando fuera bueno para la niña. 

Pasaron los meses y la niña ya no se sentía cómoda teniendo a Miedo cerca. Él no la dejaba ser, no la dejaba hablar, no la dejaba pensar. Miedo regía su vida, Miedo hacía lo que quería y ella sólo sabía seguir sus reglas, porque siempre había estado ahí como su protector, con su dualidad de escudo y espada, haciéndole cómoda su estancia terrenal. sin embargo, había un detalle que la niña no recordaba de Miedo, quien sólo tuvo una condición para ser su amigo: a cambio de su cabellera, él sobre sus ojos, amarraría un velo mágico que la haría olvidar todo lo que le dolía.Y entonces el pacto estuvo hecho. Serían amigos hasta que ella supiera pedir de vuelta su preciada cabellera.

La niña no era la misma. Vivía ensimismada y no sabía relacionarse con las personas de afuera, y Miedo nunca dejaba que lo presentara. Echaba a correr y la jalaba con él para que sólo fueran ellos dos. Siempre.

De cualquier forma, ella no conocía métodos para realizar las cosas sin su amigo. Lo único que la niña sabía hacer bien, era el autosabotaje. Se le daba bien, porque era lo que Miedo quería: dejarla indecisa, justo en medio, cubrirla con su abrazo para que no fuera capaz de moverse, para hacerse grande y para vivir a través de ella, porque él nunca había tenido ni una forma ni un cuerpo. Miedo sabía que si ella recuperaba la vista, él desaparecería para vagar de nuevo en las esquinas donde lloran los heridos, para alojarse justo en medio del pecho, ahí, donde duele el sentimiento...

Y en esta historia aún no hay final feliz, lectores. La niña ha dejado de ser niña, pero se sigue preguntando cuándo tendrá el valor de exigir de vuelta su preciada cabellera...

No hay comentarios:

Publicar un comentario